... HURTFEW ABBEY : El caballo del duque de Wellington

25/9/09

El caballo del duque de Wellington


n la última habitación, una joven ataviada con un vestido de un vivo color granate cosía sentada en un taburete a espaldas a la ventana. Extendida ante sí tenía una gran tela ricamente bordada. Su brillante colorido se reflejaba en las paredes y el techo. No habría sido más esplendoroso el efecto de haber tenido una vidriera de colores fundida en el regazo.

-¿Has visto mi corcel, muchacha?- preguntó el duque, asomándose por la ventana.
-No- dijo ella, sin dejar de bordar.
-Lástima. Pobre Copenhagen. Estuvo conmigo en Waterloo y sentiré perderlo. Espero que quien lo encuentre lo trate bien, pobre amigo… ¿Para quien estás haciendo ese colosal bordado?
Ella sonrió levemente - ¡Lo hago para ti, desde luego!- dijo.

Sorprendido, se situó detrás de la bella joven y, por encima de su hombro, contempló la labor. Ésta consistía en miles y miles de escenas bordadas, algunas muy extrañas, otras familiares. Tres escenas en particular le resultaron extraordinarias. En una de ellas, un caballo castaño muy parecido a Copenhagen galopaba por el prado; en la otra se veía al propio duque caminar por un sendero blanco, y en la tercera aparecía el duque en esa misma habitación, ¡mirando el bordado por encima del hombro de la joven! En la escena no faltaba detalle.

“-¡Vaya, sí que es extraño! Por lo visto, todo lo que borde esta mujer tiene que pasar irremediablemente…”

En la escena siguiente llegaba a la casa un caballero con armadura de plata. En la que venía a continuación, el duque y el caballero luchaban encarnizadamente, y en la última (que la dama estaba terminando), el caballero hendía su espada en el pecho del duque.
-¡Eso no es justo!- exclamó éste, indignado-.¡Ese sujeto tiene una espada, una lanza y un comosellame, con una bola llena de púas colgada de una cadena, y yo no tengo ningún arma!

La mujer se encogió de hombros, como si aquello no fuera asunto suyo.

-¿No podrías bordarme una espada pequeña, o una pistola?
-No- dijo ella. Y terminó el bordado, remató la última puntada, se levantó y se fue. El duque miró por la ventana y, en lo alto de la colina, vio un destello como de plata reluciendo al sol. Registró la habitación, pero no encontró ningún arma.

-¡Un momento! –exclamó- Esto no es un problema militar. ¡Esto es un problema de costura!.

Sacó las tijeras de bordar y cortó los hilos de las escenas que mostraban la llegada del caballero y la muerte del duque. Cuando hubo terminado se asomó a la ventana: el caballero había desaparecido.

-¡Excelente!- dijo- Ahora el resto.

Con mucha concentración, muchas imprecaciones y no pocos pinchazos, añadió al bordado de la joven, con las puntadas mas chapuceras imaginables, varias escenas ideadas por él: en la primera, un monigote de toscos palotes (él) salía de la casa, la siguiente mostraba su alegre reunión con un caballo de palotes (Copenhagen), y la última, el regreso de ambos sanos y salvos a través de la brecha del muro.

Recogió el sombrero y salió de la vetusta casa de piedra. Fuera encontró a Copenhagen esperándolo, exactamente donde sus toscas puntadas lo habían situado, y grande fue la alegría de ambos al verse. El duque de Wellington montó entonces en su caballo y regresó a Wall.

El duque no creía que su estancia en la casa encantada tuviera consecuencias adversas. Posteriormente, en distintas épocas, fue diplomático, estadista y primer ministro de Gran Bretaña. A la señorita Arbuthnot, una buena amiga, le dijo en cierta ocasión:

-En los campos de batalla de Europa era dueño de mi destino, pero en política son tantas las personas a las que debo contentar, tantos los compromisos que debo asumir, que en el mejor de los casos no soy más que un monigote.

La señora Arbuthnot se preguntó por qué de repente, el duque parecía alarmarse y se quedaba muy pálido.


"Las Damas de Grace Adieu"  Susanna Clarke, 2006

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