... HURTFEW ABBEY : 2011

23/11/11

La Noche del Indio


El cielo lejano, que lleva siglos llorando lágrimas de compasión sobre mi pueblo, y que a nuestros ojos parece eterno e inmutable, puede cambiar. Hoy está despejado. Mañana podría aparecer cubierto de nubes. Mis palabras son como las estrellas que nunca cambian. Cualquier cosa que Seattle diga, el gran jefe de Washington puede confiar en ella con la misma certeza con la que confía en el retorno del sol o de las estaciones. El jefe blanco dice que el Gran Jefe de Washington nos manda muestras de amistad y buenos deseos. Esto es amable por su parte, ya que somos conscientes de que poca necesidad tiene de nuestra amistad. Su gente es numerosa, son como la hierba que cubre las vastas praderas. Mi gente es escasa, parecen árboles dispersos en una llanura barrida por el viento. El gran, (e imagino) buen Gran Jefe Blanco nos envía el deseo de comprar nuestra tierra, pero está dispuesto a permitirnos quedarnos la suficiente para vivir con comodidad. Verdaderamente esto parece un trato justo, porque el Hombre Rojo ya no tiene cómo hacer respetar sus derechos, y también parece sabio, ya que ahora no necesitamos de grandes espacios para vivir.

Hubo un tiempo en el que nuestra gente cubría la tierra, de la misma manera que las olas del mar encrespado cubrían el fondo pavimentado de conchas, pero esos tiempos tiempoque desaparecieron junto con la grandeza de las tribus, de las cuales no queda sino un triste recuerdo. No voy a insistir ni a lamentarme sobre nuestra prematuro declive, ni tampoco voy a reprochárselo a mis hermanos pieles blancas ya que el propio hombre rojo también es, en cierta medida, culpable de ello.

La juventud es impulsiva. Cuando nuestros hombres jóvenes se enfurecen ante alguna ofensa, real o imaginaria, y desfiguran sus rostros con pintura negra, denotan que sus corazones también son negros, y en ocasiones pueden ser crueles y despiadados, y nuestros ancianos y ancianas son incapaces de refrenarles. Así ha sido desde siempre. Así fue cuando el hombre blanco comenzó a empujar a nuestros antepasados cada vez más hacia el oeste. Pero esperemos que las hostilidades entre nosotros nunca vuelvan: tendríamos todo que perder y nada que ganar. La venganza es considerada por los jóvenes como una ganancia, aunque sea al coste de sus propias vidas. Pero los ancianos que permanecen en casa en tiempos de guerra, y las madres que tienen hijos que perder, ellos saben mejor.

Nuestro buen padre en Washinton – ya que deduzco que él es ahora nuestro padre así como el vuestro, ya que el Rey Jorge ha movido sus fronteras hacia el norte- nuestro gran y buen padre, cómo digo, nos manda el recado de que si hacemos lo que desea,  él nos protegerá. Sus bravos guerreros serán para nosotros como una fuerte y erizada muralla, y sus maravillosos barcos de guerra reabastecerán nuestros puertos para que nuestros ancestrales enemigos – los Haidas y los Tsimshians- dejen de asustar a nuestras mujeres, ancianos y niños. De esta manera, verdaderamente él se convertiría en nuestro padre, y nosotros en sus hijos. ¿Pero acaso ocurrir algo así? ¡Vuestro Dios no es nuestro Dios! ¡Vuestro Dios ama a vuestra gente y odia a la nuestra! Él extiende sus fuertes brazos protectores alrededor de los rostros pálidos y les guía de la mano, como un padre guía a su hijo pequeño. Pero Él ha renegado de sus hijos rojos, si es que realmente son Suyos. Nuestro Dios, el Gran Espíritu, parece que también ha renegado de nosotros. Vuestro Dios hace que los blancos crezcan con fuerza cada día que pasa. Pronto ocuparán toda la tierra. Nuestra gente está desvaneciéndose como una rápida marea que se retira para no volver jamás. El Dios del hombre blanco no puede amar a nuestra gente, porque si no la protegería. Parece que somos huérfanos que no podemos girarnos hacia nadie en busca de ayuda. ¿Cómo es posible que seamos hermanos? ¿Cómo puede vuestro Dios convertirse en nuestro Dios y traer de vuelta la prosperidad y hacer renacer en nosotros sueños de renovada grandeza? En el caso de que tengamos un Padre Celestial común, éste debe ser parcial, ya que solo se presentó ante sus hijos de rostro pálido. Nosotros nunca Le vimos. Él os dio leyes, pero no tuvo palabras para sus hijos rojos, cuyas vibrantes multitudes antaño cubrieron este vasto continente, igual que las estrellas cubren el firmamento. No, somos dos razas distintas con orígenes separados y separados destinos. Hay muy poco en común entre nosotros.

Para nosotros las cenizas de nuestros antepasados son sagradas y su lugar de descanso es tierra bendecida. Vosotros vagáis lejos de las tumbas de vuestros antepasados, aparentemente sin remordimiento. La religión de los blancos fue escrita sobre tablas de piedra por el dedo de hierro de vuestro Dios, para que así no podáis olvidarla. El Hombre Rojo nunca podrá entenderlo ni recordarlo. Nuestra religión se compone de las tradiciones ancestrales y de los sueños de nuestros ancianos, que les son otorgados en las horas solemnes de la noche por el Gran Espíritu; así como las visiones de nuestros sachems, y todo ésto está escrito en los corazones de la gente.

Vuestros muertos dejan de amaros, a vosotros y a la tierra de su nacimiento, tan pronto como traspasan los umbrales de la tumba y deambulan cada vez más lejos, más allá de las estrellas. Pronto son olvidados, y nunca regresan. Nuestros muertos sin embargo nunca olvidan este hermoso mundo que les dio el ser. Ellos todavía aman sus verdeantes valles, sus ríos llenos de murmullos, sus magníficas montañas, aisladas vegas, sus lagos y bahías rodeados de verdor, y siempre ansían con ternura derramar amor y comprensión sobre los seres vivos de corazón solitario. Muchas veces regresan de los felices cazaderos para visitarlos, guiarlos, consolarlos y aliviarlos.

El día y la noche no pueden vivir juntos. El Hombre Rojo siempre ha huido de la aproximación del Hombre Blanco, como la bruma de la mañana huye ante el sol naciente. De cualquier manera, vuestra propuesta parece justa y creo que mi pueblo la aceptará y se retirará a la reserva que le habéis ofrecido. Y allí habitaremos, apartados y en paz, ya que las palabras del Gran Jefe Blanco parecen las palabras del destino hablando a mi gente desde la densa oscuridad.

Poco importa donde pasemos el resto de nuestros días. No serán muchos. La noche del Indio promete ser oscura. Ni una sola estrella de esperanza se alza sobre este horizonte. Voces tristes en el viento se lamentan a lo lejos. Un siniestro destino parece asentarse en la senda del Hombre Rojo, y adonde quiera que vaya, oirá aproximarse las pisadas de su cruel destructor, y se preparará estólidamente para enfrentar su condena, tal y como hace la paloma herida cuando oye cada vez más cerca los pasos del cazador.

Unas pocas lunas más, unos cuantos inviernos, y ni siquiera un descendiente de las grandiosas tribus que antes se movieron sobre esta ancha tierra, o vivieron en alegres hogares protegidos por el Gran Espíritu, quedará en pie para lamentarse sobre las tumbas de un pueblo antaño más poderoso y más esperanzado que el vuestro. ¿Pero por qué habría de afligirme ante el prematuro destino de mi gente? Una tribu sigue a otra tribu, y una nación sigue a otra nación, como las olas del océano. Tal es el orden de la naturaleza, y lamentarse es inútil. 

El tiempo de vuestra decadencia puede que esté distante, pero sin duda llegará, ya que ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios camina y habla con él como su fueran amigos, puede librarse de este destino común. Quizás seamos hermanos a pesar de todo. Ya veremos.

Meditaremos sobre vuestra propuesta y cuando decidamos, os lo haremos saber. Pero en el caso de que aceptemos, yo aquí y ahora impongo una condición: que no seremos privados del privilegio de visitar las tumbas de nuestros antepasados, amigos y niños, siempre que queramos y sin que nadie nos moleste. Cada parte de esta tierra es sagrada en la estimación de mi gente. Cada colina, cada valle, cada llanura y cada gruta han sido bendecida por algún evento alegre o triste, en días ya desvanecidos. Incluso las rocas, que parecen mudas y muertas, abrasadas por el sol a lo largo de la costa silenciosa, incluso ellas rebosan con las memorias de apasionantes eventos conectados con las vidas de mi gente, y el mismo polvo sobre el que ahora pisáis responde más amorosamente a nuestras pisadas que a las vuestras, porque está enriquecido con la sangre de los antepasados, y nuestros pies descalzos son conscientes de esta conexión. Nuestros difuntos guerreros, cariñosas madres, felices muchachas de corazón alegre, e incluso los niños pequeños que vivieron y se regocijaron aquí por una breve estación, amarán siempre estas oscuras soledades, y al caer la noche darán la bienvenida a las sombras de los espíritus que retornan. 

Y cuando el último hombre rojo haya muerto, y la memoria de mi tribu se haya convertido en un mito entre el hombre blanco, estas costas bullirán con los espíritus invisibles de nuestra tribu. Y cuando los hijos de vuestros hijos crean que están solos en el campo, en el almacén, en la tienda, sobre la carretera, o en el silencio de los bosques sin caminos, ellos no estarán solos. En toda la tierra, no habrá un solo lugar dedicado a la soledad. Por la noche, cuando las calles de vuestras ciudades y pueblos estén silenciosas y las creáis desiertas, ellas vibrarán abarrotadas con aquellos que regresan, y que todavía aman esta hermosa tierra. El hombre blanco nunca estará solo. Que él sea justo, y que trate amablemente a mi gente, porque los muertos no son impotentes.


Gran Jefe Seattle "Discurso publicado en el Seattle Sunday Star”
Oct. 29, 1887.


2/10/11

Bioluminiscencia


Mi compañero y yo fuimos entonces testigos de un espectáculo curioso. Los ventanales del salón estaban abiertos, y como el Nautilus no se hallaba en actividad, reinaba en las aguas una oscuridad vaga. El cielo, tempestuoso y cubierto de espesas nubes, no daba a las primeras capas del océano más que una claridad insuficiente. Observé el estado del mar en estas condiciones, y los peces más grandes no aparecían sino como sombras apenas delineadas, cuando el Nautilus se encontró de repente inundado de luz. Creí de pronto que se había encendido el fanal, proyectando su brillo eléctrico por la masa líquida, pero me equivocaba. Y después de una observación rápida reconocí mi error.

Flotaba el Nautilus entrre una capa fosforescente que en medio de la oscuridad resplandecía mucho. Era producida por miríadas de animalillos luminosos, cuyo brillo crecía al deslizarse sobre el casco metálico del aparato. Se advertían entonces en medio de las capas luminosas ciertos relámpagos, cual si fueran chorros de plomo derretido en un horno ardiente, como una masa ígnea de la cual debían estar, al parecer, desterradas las sombras. ¡No! Ya no era aquello la irradiación apacible de nuestro alumbrado eléctrico. Había allí un vigor y un movimiento insólitos. Aquello era luz viviente. 

Era, en efecto, una aglomeración infinita de infusorios pelágicos, noctilucas miliares, verdaderos glóbulos de gelatina diáfana, de los cuales se cuentan hasta veinticinco mil en treinta centímetros cúbicos de agua. Y su luz se veía además duplicada por esos resplandores particulares de las medusas, de las asterias, de las aurelias, de los dátiles y de otros zoófitos fosforescentes. Durante algunas horas, el Nautilus flotó entre aquellas capas brillantes, y nuestra admiración se acrecentó al ver cómo los grandes animales marinos jugueteaban allí cual salamandras. En medio de aquel fuego que no quema observé  marsopas elegantes y rápidas, y unos istióforos de tres metros, inteligentes precusores del huracán, cuya formidable espada hería de vez en cuando el cristal de la ventana. Luego aparecieron unos peces más pequeños, balistes variados, escómbridos saltadores, naosones y otros muchos que culebreaban en la atmósfera luminosa. Mientras tanto, la fuerte borrasca seguía desencadenándose sobre la superficie del mar, pero el Nautilus no sentía su furia, y se mecía apaciblemente entre las tranquilas aguas de las profundidades. 


"20.000 leguas de viaje submarino" Julio Verne, 1896

A Dios pongo por testigo


Cuando pudo incorporarse al fin y vio nuevamente las negras ruinas de Doce Robles, su cabeza se irguió, y entonces algo que fue juventud, belleza e intensa ternura había desaparecido para siempre. Lo pasado, pasado. Los muertos estaban muertos. El ocio y el lujo de días mejores quedaban lejos y no volverían jamás. Y cuando Escarlata arregló el pesado cesto colgándoselo al brazo, había arreglado también su mente y su vida entera.

No se podía retroceder, y ella iba a marchar hacia adelante.

En todo el Sur, durante medio siglo, se verían mujeres de mirada rencorosa que se acordarían del pasado, de los hombres muertos, de los tiempos idos, que evocarían con recuerdos dolorosos e inútiles, soportando con orgullo su dura pobreza, merced a que conservaban tales recuerdos. Pero Escarlata no iba a mirar nunca hacia el pasado.

El hambre volvía a roerle el estómago vacío. Exclamó en voz alta: "Dios sea testigo de que los yankis no van a poder conmigo. Voy a sobrevivir a todo ésto, y cuando termine todo, no volveré a pasar hambre otra vez. Ni yo ni ninguno de los míos; aunque tenga que robar o matar. ¡A Dios pongo por testigo de que nunca más voy a pasar hambre!"


"Lo que el viento se llevó" Margaret Mitchell, 1936

28/9/11

Tótem


El Mogur hizo gestos en el lenguaje oficial sin palabras, pidiendo a los espíritus que se acercaran y observaran a los tres niños cuyos tótems protectores iban a ser revelados. Entonces, metiendo un dedo en la pasta roja, formó una espiral en la cadera del primer niño, una marca parecida a la colita en tirabuzón del cerdo silvestre. Un murmullo bajo y áspero surgió del Clan, mientras todos hacían gestos comentando lo apropiado del tótem.


—Espíritu del Jabalí: el niño Borg queda bajo tu protección.


Iza inclinó la cabeza asintiendo, y el movimiento implicaba la sugestión de que estaba complacida. Era un espíritu fuerte y respetable.


El mago volvió a invocar a los espíritus y metiendo la mano en la canasta roja que sostenía, trazó un círculo completo sobre el brazo de la segunda niña.


—Espíritu de la Lechuza —proclamaron sus ademanes—, la niña Ona está colocada bajo tu protección.


Una vez más hubo una sub-corriente de gruñidos mientras las manos se agitaban comentando el fuerte tótem que protegía a la niña. Asa se sentía feliz. Su hija estaba bien protegida, y además eso quería decir que el hombre con quien se acoplase no podría tener un tótem débil. Sólo esperaba que no le dificultara demasiado el tener hijos.


El grupo se inclinó hacia adelante con interés al ver a Iza tomar a la tercera niña en brazos. Mog-ur se percataba de su atención anhelante y la aprovechaba. Con movimientos lentos y deliberados, estirando el momento para que durara el suspense, tomó un trocito de la pasta roja y aceitosa y pintó una línea directamente sobre uno de los arañazos casi curados que tenía la pequeña en la pierna.


“¿Qué significa eso? ¿Qué tótem es ése?” El Clan expectante estaba intrigado. El hombre santo volvió a meter el dedo en la canasta roja y pintó una segunda línea en el arañazo siguiente. La niña sintió que Iza empezaba a temblar. Nadie más se movía, no se oía respirar a nadie. Con la tercera línea, Brun, con un ceño iracundo, intentó cruzar la mirada con el Mog-ur y detenerle, pero el mago evadió el encuentro. Cuando se trazó la cuarta línea, todo el Clan lo sabía pero no quería creerlo. Mog-ur volvió la cabeza y miró directamente a Brun al hacer el gesto final.


—Espíritu del León Cavernario, la niña Ayla queda bajo tu protección.


"El Clan del Oso Cavernario" Jean M, Auel, 1980

3/7/11

Medievo Post-nuclear



Se decía que Dios, para poder probar a la especie humana, que estaba henchida de orgullo como en tiempos de Noé, había ordenado a los hombres sabios de la época, entre los que se hallaba el beato Leibowitz, que ideasen grandes máquinas de guerra como nunca habían existido en la Tierra; armas con tal energía, que encerrasen los propios fuegos del infierno. Consintió que esos magos colocasen las armas en manos de los príncipes y les dijesen a cada uno de ellos: «Sólo porque el enemigo tiene tal instrumento, hemos ideado éste para ti, para que sepa que tú también lo tienes y no se atreva a atacarte. Piensa, mi señor, que los temiste a ellos tanto como te temen ahora a ti y que ninguno usará esta horrible arma que hemos creado».

Pero los príncipes, haciendo caso omiso de las palabras de sus hombres sabios, se dijeron: «Si ataco lo suficientemente aprisa y en secreto, destruiré a los demás mientras duermen y no habrá nadie que me responda; la Tierra será mía».

Tal fue la locura de los príncipes, y a ella siguió el Diluvio de Fuego.

En algunas semanas — algunos decían que días — todo terminó. Las ciudades se convirtieron en un amasijo de vidrios rodeado de una vasta extensión de escombros. Las naciones desaparecieron y la tierra quedó cubierta de cuerpos de hombres y de ganado; de toda clase de bestias: junto con los pájaros del aire y todos los seres que volaban, todos los que nadaban en los ríos, se arrastraban entre la hierba o se ocultaban en madrigueras, enfermaron y murieron, cubriendo la tierra. Grandes nubes de ira se tragaron los bosques y prados, secaron los árboles y destruyeron las cosechas. Donde antes existía la vida, se extendían grandes desiertos, y en los puntos de la Tierra donde los hombres subsistían, habían enfermado todos debido al aire envenenado. Por ello, y a pesar de que algunos escaparon de la muerte, ninguno quedó intocado; y muchos, hasta en esas tierras donde las armas no habían atacado, murieron debido a la contaminación del aire.

Por todo el mundo los hombres iban de un lado para otro creándose una gran confusión de lenguas. Cundió la furia contra los príncipes y sus servidores y contra los magos que habían ideado las armas. Pasaron los años y la Tierra todavía no estaba limpia. De la confusión de lenguas, de la mezcla de los supervivientes de muchas naciones y del miedo, nació el odio. Y el odio dijo:

«Vamos a lapidar, destripar y quemar a quienes hicieron esto. Hagamos un holocausto con quienes idearon este crimen, junto con sus mercenarios y sus sabios; quemémoslos, que mueran junto con sus obras, sus nombres y hasta su recuerdo. Destruyámoslos a todos y enseñemos a nuestros hijos que el mundo es nuevo, que no sepan nada de los hechos antes ocurridos. Hagamos una gran simplificación y después el mundo comenzará de nuevo.»

Así fue que, después del Diluvio, el Fallout, las plagas, la locura, la confusión de lenguas y la ira, comenzó la época sangrienta de la Simplificación, cuando unos supervivientes de la raza humana aniquilaron a otros supervivientes miembro a miembro, mataron gobernantes, científicos, dirigentes, técnicos, maestros y cualquier persona que los adalides de la enloquecida multitud considerasen merecedora de la muerte por haber ayudado a hacer de la Tierra lo que era. Nada era tan odioso a los ojos de esa multitud como los hombres cultos, al principio porque sirvieron a los príncipes y más tarde porque se negaron a unirse a la riada de sangre y trataron de oponerse a la chusma, a la que motejaban de «gente simple sedienta de sangre».

La chusma aceptó alegremente el nombre y gritó: «¡Simples! ¡Sí, sí! ¡Soy simple! ¿Eres simple? ¡Construiremos una ciudad y la llamaremos «Ciudad Simple» porque para entonces todos los bastardos inteligentes que causaron esto estarán muertos! ¡Simples! ¡Vamos! ¡Esto les servirá de lección! ¿Hay alguien aquí que no sea simple? ¡Si lo hay, coged al bastardo!» 

Para escapar de la ira de aquella multitud de simples, los hombres cultos que quedaban con vida huyeron a cualquiera de los santuarios que les ofrecían asilo. La santa Iglesia los recibió, los vistió con hábitos monacales y trató de ocultarlos en tantos monasterios y conventos como habían sobrevivido y que podían ser habitados de nuevo, porque las religiones no eran muy despreciadas por la multitud a no ser que la desafiasen o aceptasen el martirio.

A veces el santuario era seguro, pero en general no resultó así. Los monasterios fueron invadidos; los archivos y libros sagrados, quemados; los refugiados, apresados y juzgados sumariamente y colgados o quemados. Al poco tiempo de iniciada, la Simplificación dejó de tener un plan o un propósito y se convirtió en un loco frenesí de crímenes en masa y destrucción, como sólo puede ocurrir cuando los últimos restos del orden social desaparecen. La locura se transmitió a los niños, acostumbrados como estaban, no sólo a olvidar, sino a odiar, y oleadas de furia se reprodujeron esporádicamente hasta la cuarta generación después del Diluvio. Entonces, la ira se dirigió, no contra los sabios, pues ya no quedaba ninguno, sino contra los que sabían leer y escribir (...)



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"Cántico a San Leibowitz" Walter M.Miller Jr. 1960