... HURTFEW ABBEY : octubre 2011

2/10/11

Bioluminiscencia


Mi compañero y yo fuimos entonces testigos de un espectáculo curioso. Los ventanales del salón estaban abiertos, y como el Nautilus no se hallaba en actividad, reinaba en las aguas una oscuridad vaga. El cielo, tempestuoso y cubierto de espesas nubes, no daba a las primeras capas del océano más que una claridad insuficiente. Observé el estado del mar en estas condiciones, y los peces más grandes no aparecían sino como sombras apenas delineadas, cuando el Nautilus se encontró de repente inundado de luz. Creí de pronto que se había encendido el fanal, proyectando su brillo eléctrico por la masa líquida, pero me equivocaba. Y después de una observación rápida reconocí mi error.

Flotaba el Nautilus entrre una capa fosforescente que en medio de la oscuridad resplandecía mucho. Era producida por miríadas de animalillos luminosos, cuyo brillo crecía al deslizarse sobre el casco metálico del aparato. Se advertían entonces en medio de las capas luminosas ciertos relámpagos, cual si fueran chorros de plomo derretido en un horno ardiente, como una masa ígnea de la cual debían estar, al parecer, desterradas las sombras. ¡No! Ya no era aquello la irradiación apacible de nuestro alumbrado eléctrico. Había allí un vigor y un movimiento insólitos. Aquello era luz viviente. 

Era, en efecto, una aglomeración infinita de infusorios pelágicos, noctilucas miliares, verdaderos glóbulos de gelatina diáfana, de los cuales se cuentan hasta veinticinco mil en treinta centímetros cúbicos de agua. Y su luz se veía además duplicada por esos resplandores particulares de las medusas, de las asterias, de las aurelias, de los dátiles y de otros zoófitos fosforescentes. Durante algunas horas, el Nautilus flotó entre aquellas capas brillantes, y nuestra admiración se acrecentó al ver cómo los grandes animales marinos jugueteaban allí cual salamandras. En medio de aquel fuego que no quema observé  marsopas elegantes y rápidas, y unos istióforos de tres metros, inteligentes precusores del huracán, cuya formidable espada hería de vez en cuando el cristal de la ventana. Luego aparecieron unos peces más pequeños, balistes variados, escómbridos saltadores, naosones y otros muchos que culebreaban en la atmósfera luminosa. Mientras tanto, la fuerte borrasca seguía desencadenándose sobre la superficie del mar, pero el Nautilus no sentía su furia, y se mecía apaciblemente entre las tranquilas aguas de las profundidades. 


"20.000 leguas de viaje submarino" Julio Verne, 1896

A Dios pongo por testigo


Cuando pudo incorporarse al fin y vio nuevamente las negras ruinas de Doce Robles, su cabeza se irguió, y entonces algo que fue juventud, belleza e intensa ternura había desaparecido para siempre. Lo pasado, pasado. Los muertos estaban muertos. El ocio y el lujo de días mejores quedaban lejos y no volverían jamás. Y cuando Escarlata arregló el pesado cesto colgándoselo al brazo, había arreglado también su mente y su vida entera.

No se podía retroceder, y ella iba a marchar hacia adelante.

En todo el Sur, durante medio siglo, se verían mujeres de mirada rencorosa que se acordarían del pasado, de los hombres muertos, de los tiempos idos, que evocarían con recuerdos dolorosos e inútiles, soportando con orgullo su dura pobreza, merced a que conservaban tales recuerdos. Pero Escarlata no iba a mirar nunca hacia el pasado.

El hambre volvía a roerle el estómago vacío. Exclamó en voz alta: "Dios sea testigo de que los yankis no van a poder conmigo. Voy a sobrevivir a todo ésto, y cuando termine todo, no volveré a pasar hambre otra vez. Ni yo ni ninguno de los míos; aunque tenga que robar o matar. ¡A Dios pongo por testigo de que nunca más voy a pasar hambre!"


"Lo que el viento se llevó" Margaret Mitchell, 1936