Mi vacilante dominio de la lengua africana constituía otro peligro grave. La obscenidad nunca andaba lejos en el idioma dowayo. Una variación de tono convierte la partícula interrogativa, que se añade a una frase para transformarla en pregunta, en la palabra más malsonante del idioma, algo parecido a “coño”. Así pues, solía yo desconcertar y divertir a los dowayos saludándolos de este modo tradicional:
“¿Está el cielo despejado para ti, coño?”
Un día me llamaron a la choza del jefe para presentarme a un brujo con poderes para propiciar la lluvia. Se trataba de un valiosísimo contacto y yo llevaba semanas pidiéndole con insistencia al jefe que arreglara un encuentro. Conversamos educadamente, tanteándonos uno a otro, y convenimos en que le haría una visita. Yo tenía prisa por marcharme porque había comprado un poco de carne por primera vez en un mes y la había dejado al cuidado de mi ayudante. Me levanté y le estreché la mano cortésmente. “Discúlpeme-dije-, tengo que guisar un poco de carne.” Al menos es lo que pretendía decir, pero debido a un error de tono declaré ante una perpleja audiencia: “Discúlpeme, tengo que copular con el herrero”.
Los habitantes de mi poblado se volvieron rápidamente expertos en traducir lo que había dicho a lo que quería decir. Es difícil discernir hasta dónde se incrementó mi dominio de la lengua y hasta dónde les enseñé a entender mi chapurreo particular.
“El antropólogo inocente. Notas desde una choza de barro” Nigel Barley, 1989
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